miércoles, 27 de septiembre de 2017

Crónica de un viaje alrededor de los Alpes parte 5



Decidí descansar dos noches en el albergue por varias razones. Por un lado el Col de Porte me había pasado factura, no me lo esperaba tan duro, y en verdad no lo era, así que mejor dicho esperaba haber estado más en forma. Por otro lado era 13 de Julio, y el día siguiente sería la fiesta nacional de Francia, la celebración de la toma de la Bastilla en 1789 y en Grenoble y alrededores esa fiesta toma aún más significado que en el resto de Francia ya que el castillo de Vizille, a menos de 10 kilómetros de Grenoble, es considerado como la cuna de la Revolución Francesa. Fue en ese castillo donde se reunió la asamblea que promovió el inicio de la Revolución y debido a esto alberga el Museo de la Revolución Francesa. Y por último otra razón de peso fue que como hacía dos veranos había estado haciendo un curso de francés en Grenoble de un mes, me apetecía pasar un poco más de la típica noche de reposo y poder pasear otra vez por las calles y asistir a la celebración de la fiesta nacional en el parque Paul Mistral de Grenoble.


El albergue de Grenoble, situado en verdad en el pueblo absorbido por la ciudad de Échirolles, era nuevo. Había sido abierto ese mismo año si no recuerdo mal y como ya he dicho estaba regentado por Julien. Julien hablaba español y además tenía ganas de practicarlo así que estuvimos hablando un buen rato durante la cena en el jardín del albergue. Jardín por cierto bastante remarcable porque tenía vistas al Vercors, uno de los tres macizos que rodean la ciudad de Grenoble. Por un lado estaba la Chartreuse al Norte, lugar por donde había venido. Al Este estaba el macizo de la Belledone y al Oeste y al Sur cerraban el Vercors. Las montañas en esta ciudad están muy cercas e imponen muchísimo. En el lado de la Chartreuse por ejemplo se puede ver en lo alto por la noche una fila de luces, estas luces al principio cuando las vi, hace ya dos años desde la residencia, pensé que eran casas o algún pueblo en la cima. Pero no. Como en casi todos los valles alpinos franceses, el valle se encontraba dominado por fuertes en las posiciones más estratégicas, y esas luces eran precisamente uno de esos fuertes. Este fuerte concretamente era el Fort de Saint-Eynard, a más de mil metros sobre el nivel de la ciudad pero relativamente cerca en distancia. Desde Grenoble si miras hacia el Fort de Saint-Einard ves que la única forma de acceder a él es desde su espalda ya que de frente lo que encuentras son casi quinientos metros de roca vertical donde ningún árbol o matorral ha conseguido agarrar. Un poco a la izquierda, sobre otro promontorio pero mucho más bajo que el anterior, la ciudad está defendida por el Fort de la Bastille. Aunque los dos están totalmente adaptados al turismo, el de la Bastille es más accesible ya que no hace falta coger la carretera para llegar a él. Desde el centro de la ciudad se toma un pequeño teleférico que nos lleva directos al fuerte. Las vistas son bastante chulas desde los dos pero yo le tengo especial cariño al Fort de Saint-Eynard porque me costó tres intentos llegar a él con la bici, hacía ya dos años. La euforia que sentí ese día, la alegría, es difícil de explicar. Recuerdo alcanzar la cima y ponerme a gritar y unos turistas que llegaban con el coche aplaudiéndome y felicitándome. En cada uno de los dos intentos anteriores había tenido que dar la vuelta con una sensación de derrota increíble. Pero cuando volvía a la cama después del palizón en las piernas pensaba mañana sí que sí.

Fuerte Saint-Eynard, 2015


Los dos días en Grenoble se pasaron rápido. Por la mañana en la ciudad y por la tarde en el albergue. Muchos de los albergues son tan confortables que no invitan a visitar las ciudades en las que están, entre otros tendría que recalcar este de Grenoble, el de Florencia y el de Arles.  Están tan bien acondicionados o en parajes tan bonitos o tienen jardines tan entrañables que llegas a perder el interés en la ciudad. En parte por el cansancio también es verdad.

Aún no he hablado de los libros que me han acompañado durante el viaje, y la verdad es que son parte importante de la ruta. Siempre lo han sido e intento escogerlos a conciencia para que signifiquen algo. Hace ya tiempo que las novelas no me interesan mucho ya que no suelen ser los escritores los protagonistas de sus libros. Decidí buscar libros que fuesen autobiográficos, me da igual que estén novelados, pero principalmente que sean autobiográficos. A la hora de elegirlos también quise tener en cuenta que estuvieran relacionados de alguna manera con los lugares por los que iba a pasar. Es decir, y basándome en el plan original, todos los países europeos de la cuenca mediterránea. Con estas premisas fui antes de empezar el viaje me puse a buscar al menos dos libros. Fue al poco de empezar a buscar que me topé con un libro de Primo Levi, no había leído mucho de él anteriormente, tan solo unos relatos cortos. Pero encontré un libro que me llamó mucho la atención. Si esto es un hombre se titulaba. Brutal. El libro es una descripción del holocausto y de los campos de concentración nazi, concretamente del de Austwitch donde fue recluido hasta el final de la guerra. Levi cuenta con todo detalle los días que pasó allí, y cómo logró sobrevivir. Lo leí principalmente por las noches antes de dormir. Leía un capítulo al día porque quería digerirlo bien. Quería que no fuese un libro que lees en una tarde y no lo vuelves a tocar. Estos libros hay que leerlos poco a poco para interiorizar lo que cuentan.

El otro libro que me llevé y que coincidió magníficamente con la vuelta fue Homenaje a Cataluña, de George Orwell, sobre la experiencia del autor en la guerra civil y el experimento de anarquismo que se vivió en Cataluña en esos días y que aún hoy tiene algunos sucesores. No solo describe los horrores de la Guerra Civil, también habla sobre los españoles y la difícil relación que siempre ha habido aquí, siempre con la necesidad de elegir entre dos bandos, ya sea monárquico o republicano, religioso o ateo, nacionalista español, vasco, catalán o gallego, etc, y que desgraciadamente nos hace perder la cordura a la población. Siempre me ha parecido interesante leer sobre la Guerra Civil pero desde el punto de vista de los extranjeros ya que la mayoría de ellos no han sufrido por ella y tienden a ser más imparciales.

En cualquier caso, no solo llevaba esos dos libros, también tenía otro sobre la guerra Irak, Las golondrinas de Kabul, de Yasmina Khadra; y otro sobre la segunda guerra mundial, Suite francesa de Iréne Némirovsky. Estos dos libros no me dio tiempo a empezarlos ya que evidentemente con el cansancio que fui acumulando los días sucesivos tampoco tenía la cabeza para leer mucho.

La noche del 14 de Julio acudí al parque Paul Mistral a ver los fuegos artificiales de la fiesta nacional y me volví pronto al albergue ya con ganas de dormir y levantarme pronto al día siguiente.


Me desperté temprano, desayuné rápido y me fui. La bici llevaba dos días guardada en el garaje y me alegró ver que aún seguía allí. Llegué a Vizille para un café con vistas al castillo. Un hombre se me acercó al ver las alforjas y me deseó buena suerte en francés, bon courage. Courage, esa palabra la oiría miles de veces subiendo la Croix de Fer ese día.

Desde Vizille sale la carretera D1091, la carretera que te lleva a los pies del Alpe d’Huez y del Galibier. Sin embargo no eran mi destino, al menos no en ese momento. El Alpe d’Huez y yo ya eramos conocidos, nos habíamos visto las caras hacía dos años y había sucumbido, no sin dar mucha guerra, ante la imponente fuerza de mis piernas pero el Galibier se había salvado ya que hubo un derrumbamiento en el Grand Tunnel de Chambon. Pero ese año mi idea era desviarme a treinta kilómetros de Vizille, en el cruce que separan Bourg d’Oisan, a los pies del Alpe d’Huez; y Allemond, el punto de inicio de los treinta kilómetros hasta el Col de la Croix de Fer.



Tomé el desvío hacia Allemond, llegué al pueblo a eso de las doce, no era hora de comer pero también era un poco tarde para empezar a subir así que se me plantearon serias dudas sobre lo que hacer. Justo al final del pueblo el camping municipal casi hacia pared con pared con la piscina también municipal, así que empecé a ver como buena solución la de plantar la tienda en el camping y pasar la tarde en la piscina. Con esa intención fui al camping pero aunque para mí no era la hora de comer, para la dueña si lo era así que me dijeron que si podía esperar que ella volvería en un rato. Pues ese rato fue el que necesité para cambiar de idea. Y como el que vuelve un poco para atrás a coger carrerilla para subir una pendiente fuerte yo volví al centro del pueblo a comprar una botella de dos litros de agua, no me fuese a pasar como en el Col de Porte, y fui a comer a un restaurante una hamburguesa que debo de decir que era enorme y que quizás fuese mucho para subir el puerto, pero bueno, ni corto ni perezoso me comí la hamburguesa, y las dos guarniciones, ensalada y patatas. No pude con el postre pero me tomé otro cafetito expreso.

La una y algo de la tarde, el sol en lo alto, calentando casco y cogote, la panza llena, a rebosar, los dos bidones de agua llenos más otra botella de dos litros en las alforjas y por si fuera poco compré para merendar y cenar no fuese a ser que tuviera que hacer noche en la montaña.

La Croix de Fer, la Cruz de Hierro, más de treinta kilómetros para subir desde los 700 metros de Allemond a los 2064 metros de la cima con una pendiente media del 5,7 por ciento y picos del 12 por ciento. Justo antes de emprender la marcha, haciéndole una foto al cartel de la base del puerto había otro hombre, él iba a subirlo dos días después me dijo. Tendría unos sesenta años y me dijo que sufriría y mucho. Le dije que ya había conseguido hacer el Alpe d’Huez dos años atrás y que ese puerto tenía más pendiente. “Tonterías”, me dijo. “Vosotros los jóvenes hacéis fácilmente el Alpe d’Huez porque aunque tenga más pendiente es mucho más corto pero este no lo es”. Pues nada, ya me metió el miedo en el cuerpo. “Courage”, me dijo. Y yo pensé que fácil, este es de los que tiran la piedra y esconde la mano. De todas formas ya había cogido el avituallamiento y estaba concienciado de que iba a subirlo. Así que me puse a pedalear y poco a poco me fui adentrando en la boca del lobo. El sol en lo alto no se escondía detrás de los árboles y a cada giro mi esperanza de que cambiase la sombra se iba al traste cuando me daba cuenta de que no era así. Creo que no llevaba ni siete kilómetros cuando empecé a pensar que quería dar la vuelta y volver a intentarlo por la mañana con menos calor. Intenté quitar de mi mente cualquier pensamiento negativo pero el calor era tan agotador que a los diez kilómetros había acabado los dos bidones de agua y al menos otro litro de la botella de repuesto. Claramente no iba a llegar en estas condiciones al puerto, así que decidí continuar hasta no tener más agua y si no había encontrado un bar o algo hasta entonces me daría la vuelta e iría cuesta abajo hasta el pueblo. Sin embargo no hizo falta, en la foto que había tomado del cartel en la base del pueblo se veía una zona donde la pendiente era nula y luego la carretera descendía. En esa zona, donde la pendiente era nula, la carretera cruzaba un pequeño pueblo con cuatro casas y ¡un bar! Me sentí salvado. Reposé casi tres cuartos de hora en aquel bar, con un Magnum almendrado, un café y una buena dosis de agua. Las vistas del pueblo eran chulísimas, al otro lado de la carretera el precipicio y al fondo un río bajaba con fuerza.

Allí sentado en el bar, mientras mi cerebro se rehidrataba saqué otra vez el móvil y empecé a analizar la foto de la altimetría del puerto. Me puse de mala leche al ver que ahora me tocaba una bajaba y que perdería casi 100 metros en altitud para recuperarlos luego en la subida con mayor pendiente de todo el puerto. Después de eso venían otros cinco kilómetros al 10 por ciento y luego otra zona de descanso, “otro café” pensé.

Con energías renovadas volví a la carga. Mentalizado y concentrado me monté en la bici y en cuando hube dado dos pedaladas escuche un grito en francés detrás de mí. Me giré y vi al hombre que había gritado con mis dos bidones en alto. Fue en ese momento en el que me di cuenta de lo cansado que estaba mentalmente. Volví a por los bidones, le di las gracias a mi salvador y ya sí, enfilé de nuevo la carretera pensando en la bajada-subida.


La verdad es que no recuerdo si llegué a bajarme de la bici y ponerme a empujarla en esa pequeña subida inmediatamente después de la bajada. Bajada por cierto obligada por el rio que se encontraba justo en el cañón del valle.

A falta de dos kilómetros de la zona de descanso que se vislumbraba en el mapa, se alzó en mi camino la figura del Barrage del Lac de Grand Maison, una presa a la que se accedía en dos giros de la carretera y donde me paré a hacer fotos y a descansar.


 Estaba allí arriba, ya sin tanto calor, debido a la altitud y al viento haciendo fotos y se me acerca una pareja y me pide el chico si puede hacerles una. Les hago un par y les devuelvo la cámara y le pregunto lo mismo. El chaval debió de notar que mi francés tenía un acento característico, yo la verdad es que con el cansancio físico y mental que llevaba no me di cuenta del suyo. Pero al momento me dice:

-¡La ostia si eres español!
-¡Sí!, digo yo, ¿tú también?
-¡Ahí va pues claro! ¿De dónde eres?
-De Mérida, ¿y tú?

Por su acento y por la forma de expresarse, una vez que empezamos a hablar en español deduje que era vasco. Me alegró mucho encontrarle allí y me hizo mucha gracia que él estuviese más eufórico que yo por el viaje. Estuvimos hablando un rato y al despedirnos se acercó al coche y volvió con dos plátanos que me dio para que cogiese fuerzas. Hablar con él me dio más fuerza que el café, o los plátanos, y una vez más volví a enganchar la carretera con fuerzas renovadas.



Llegué ya sin muchas complicaciones a un hostal a dos kilómetros de la cima, justo donde la carretera se desvía hacia el Col du Glandon. Hice la parada de rigor y me tomé otro café.

Serían las seis largas cuando alcancé finalmente la Croix de Fer, en su cima evidentemente hay una Cruz de Hierro. Desde allí se ve, a ambos lados del puerto, montañas hasta donde alcanza la vista. Picos y picos de montañas, prácticamente ninguna tenía nieve pero las que aún tenían eran majestuosas y destacaban una barbaridad, en parte por la nieve, en parte porque eran más altas. En la distancia estas montañas adquieren colores que parecen irreales, violetas que solo imaginamos en flores allí bañan las laderas peladas de las montañas. El color de la roca es tan distinto al de las montañas que he conocido siempre en Mérida o en Madrid que no dejo de asombrarme cada vez que me veo rodeado de los Alpes.










En la cima estuve el tiempo justo para recobrar el aliento ya que me estaba quedando helado, pensé que cambiándome de ropa y poniéndome la camiseta seca y el abrigo entraría en calor rápidamente pero no fue así. Y además tenía miedo de que del esfuerzo y del frío empezase a ponerme malo como ya me había pasado alguna que otra vez. Aunque ahora pienso que hubiera sido una idea asombrosa haber montado la tienda de campaña en algún llano del puerto, como ya estaban haciendo otras personas debido a la llegada en dos días del Tour de France; en ese momento pensé que ya tenía suficiente de montaña y de pasar frio y que lo mejor sería bajar hasta algún pueblo lo suficientemente bajo para no congelarme por la noche en la tienda de campaña. Con esa idea comencé a bajar las curvas de la carretera, cuyo valle estaba totalmente metido ya en sombra, hasta Saint Jean de Maurienne y el Camping des Grands Cols.

sábado, 23 de septiembre de 2017

La Maddalena (English)

The first time I saw the snow I was in Madrid and I cried. I was moved to tears because living in Mérida I hadn’t seen the snow unless it was snowing in the films. So feeling that frozen, skinny, white thing falling from the sky, touching my skin and melting after a few seconds, was an incredible experience that I doubt I will ever forget.

And yet, the Alps weren’t snow-capped when we reach them. Like little ants, we had started, two days ago, down the Italian Maritime Alps. With our bikes we had done great efforts in order to get to the Colle della Maddalena from Cuneo without thinking so much the consequences of such expense of energy, and as a result I was so exhausted that I got ill at the same time we reach the summit.

The second day resting at Barcelonette, when I woke up, I felt strong enough to propose renting a car to my cousin so as to explore the nearby mountain passes. That was the day I felt in love with the Alps.

The alpine mountains, who snow-covered in winter, are like a bride in her wedding dress, blinding and immaculate in her whiteness, are still more beautiful in summer, because now, stripped and shorn of all their white trappings, they show us like a woman in her honeymoon, covered with only the immensity of colours of their naked body.

And we, going up and down, following the winding roads of those rocky ladies like two height virgin husbands, we were astonished by every turn of the road, stopping at any fold of her body, making love with our eyes to such amazing explosion of colours which were metamorphosing with each cloud-shadow. At that moment, dazed as we were, our only desire was just to engrave in our mind that glimpse of beauty gifted by something higher than us.

Lying down near some lakes that freeze and defrost, disappearing between seasons, like beads of sweat filling the navel of two lovers making love, we were understanding little by little that being there was the reason of our voyage, that is, to know the overwhelming immensity of the world.


Later on we crossed from Col de la Cayolle to Col d’Allos, which like two immobile nipples were the summits of that feminine figure, finally we went down following the snaky road until the forest of Lac Castillon, the pubis of our alpine bride that I named Maddalena because she was the first great mountain of our trip.



Memories of Summer 2014, The Alps

miércoles, 20 de septiembre de 2017

Crónica de un viaje alrededor de los Alpes, parte 4


Les Échelles está separado de Entre-deux-Guiers por un puente, son dos pueblos separados por quince metros de puente. El camping estaba en Entre-deux-Guiers, el pueblo forma una cuña delimitada por los dos ríos que se llaman Guiers, uno es el Guiers Vif y el otro el Guiers Mort, de ahí su nombre “Entre dos Guiers”.


 A la mañana siguiente, bien temprano, salí buscando mis croissants y me puse en ruta en dirección Saint Laurent du Pont. Siempre vigilado por una inmensa muralla de piedra a mi izquierda cuyas cimas se hallaban envueltas en bruma. Saint Laurent du Pont es la puerta de entrada a otra espectacular garganta, las Gorges du Guiers Mort. Estas gargantas iban bordeadas por un lado por la carretera que yo iba siguiendo y por otro lado a más altura por una vía férrea transitada por un pequeño tren minero. Sentí el tren acompañándome durante gran parte del trayecto, metiéndose y saliendo de los muchos túneles, hasta que por fin la carretera y la vía se pusieron al mismo nivel y el tren cruzó delante de mí por un paso a nivel para luego meterse en otro túnel y no volver a aparecer más.

La carretera seguía ascendiendo, enredándose en la montaña. Los pocos edificios que encontré parecían abandonados y casi todos estaban relacionados con la minería, en otro tiempo más importante supuse. El cielo estaba gris y la sombra era abundante mientras estuve en movimiento no tuve frío pero a poco que me paraba a hacer alguna foto o a beber agua el sudor y la humedad me hacían sentir incómodo, obligándome de nuevo a ponerme a pedalear o a coger la cazadora. Al menos tres recodos de la carretera habían estado escarbados en la carretera. La carretera se habría hueco en estos puntos formando una especie de galería sin una de las paredes laterales, y aunque la carretera era estrecha tenía espacio suficiente para dos carriles, así que la sensación de vértigo no era muy grande siempre y cuando no me acercase mucho al borde.







Aproximadamente a mitad de la garganta se encontraba escondida en el lateral izquierdo el Convento de la Grande Chartreuse, un recinto amurallado enorme al que no se puede entrar pero que se puede admirar desde el exterior. Para llegar a él tuve que desviarme por una carretera con pendientes superiores al 10% hasta alcanzar el museo del convento, donde hay una pradera enorme a la que la gente va a comer y de camping a la vez que visita el museo. Desde el museo parte otra carretera a la que no se puede acceder con coche porque es un recinto privado pero por la que sí que podía subir con la bici. Sin embargo había un cartel que pedía silencio ya que era un lugar de retiro espiritual para los monjes. Y aunque solo llevaba dos días pedaleando la bicicleta, la pobre, ya parecía que estaba en las últimas producía tantos tipos de sonidos distintos que me daba la impresión de que iba montado sobre una orquesta. La biela que une los dos pedales chirriaba a cada impulso que hacía con el pie derecho, los rodamientos que están a los dos lados de la horquilla y que permiten que gire independientemente del cuadro de la bici llevaban tres años rotos pero hasta hacía dos días nunca habían empezado a sonar. Desde entonces cada vez que giraba un poco el manillar, aunque fuesen 2 grados, sonaba produciendo un sonido de chirrido como el que producen las puertas viejas al girar. Los dos discos de frenos llevaban también doblados tres años, desde que hicimos el camino de Santiago desde Roma mi primo Sergio y yo. Al estar doblados no solo iban frenando con cada pedalada sino que además el roce con la pastilla de freno también añadía otro sonido más. Y por último pero no menos importante la cadena, la cadena que aun estando engrasada sonaba, la cadena era un misterio total porque había días que se pasaba toda la ruta quejándose y otros que pareciese nueva, me tenía en ascuas siempre, ¿sonará hoy? ¿Se nos unirá a la orquesta? ¿Le dolerá algo?



Así que me daba tanta vergüenza subir con la bici con todos sus soniditos que decidí ponerle el candado y dejarla en los aparcamientos del museo y subir andando. Para la subida genial, sin ningún problema, la cuesta era fuerte pero se subía bien. Las vacas me saludaban a un lado y al otro de la carretera a lo largo de los tres kilómetros. Finalmente llegué a la parte inferior del recinto amurallado, seguí bordeando y subiendo con otros turistas que habían tenido la misma idea que yo y alcanzamos el borde superior de esta ciudad en miniatura. Desde ese punto se podía apreciar el interior del convento. Los tejados de los edificios, todos ellos extremadamente picudos para evitar que la nieve se depositase, eran de pizarra. El negro de los tejados predominaba en la postal que formaban con las montañas alrededor. Fuera del recinto, sobre un promontorio que miraba a la puerta principal del convento, había una cruz blanca sobre una base de piedras, y en la cruz un Cristo clavado con dos vírgenes a sus lados.




La bajada se me hizo más dura que la subida y tuve que bajar a ratos en zigzag y a ratos corriendo para evitar que frenar continuamente con las rodillas. Era ya la hora de comer cuando llegué al parking del museo así que decidí comer un bocata con un poco de queso y salchichón de pistachos que había comprado la tarde anterior en Les Échelles. Ya se estaba levantando casi todas las nubes y el día empezaba a clarear. La verdad es que prefería que estuviese nublado, es verdad que las fotos salen peor, pero se sube mucho mejor una cuesta en sobra que con el solato en el cogote.

Desde el museo hasta la salida de la garganta no había mucha cuesta. Llegué a Saint Pierre en Chartreuse para el café de las dos de la tarde. Casualidades de la vida que allí perdida en las montañas de la Chartreuse se encontraba trabajando, en el mismo bar que me paré, una alicantina. Una alicantina llamada Victoria creo recordar que hablaba por los codos. Los diez minutos de descanso que tuvo coincidieron con mi llegada así que más feliz que una perdiz estuvo hablando ella sola sin que yo apenas interviniese en la conversación con poco más que monosílabos. Me estuvo describiendo Alicante y las playas de alrededor, los Pirineos y el Parque de Ordesa y otras cuantas cosas más que fue hilando una tras otra sin parar.

Abochornado por la cantidad de información recibida en apenas diez minutos salí del pueblo para enfrentarme al primer puerto de montaña de todo el viaje, el Col de Porte. La altitud del puerto es de 1326 metros y partía desde una altitud base de 800 metros aproximadamente. Los ocho kilómetros tenían picos de 8% de pendiente durante varios kilómetros. Hacía un calor infernal a las tres de la tarde y ya no tenía la sombra protectora de las nubes ni de los árboles. Aguanté dos kilómetros antes de repensarme la estrategia echando una cabezadita en un prado y dejando que pasase algo la solana.

Cuando volví a montarme en la bici seguía haciendo calor pero al menos ya había reposado la comida lo suficiente para que no me pesase. Evidentemente después de la siesta las piernas se me habían quedado frías y lo que tenía delante eran aun seis kilómetros más de puerto, los más difíciles sin duda. Me costó dios y ayuda ponerme otra vez a pedalear a un ritmo constante. Subiendo esa cuesta me venía a la mente el recuerdo de mi hermano culebreando con la bici de un lado al otro subiendo el Puerto de la Cruz Verde en Madrid. En ese punto me di cuenta de que estaba en baja forma y de que no había entrenado lo suficiente los meses anteriores. A cada kilómetro me fui parando para beber agua, calculando cuanto podía beber para no quedarme sin agua antes de llegar a la cima. Daba por asegurado que en la cima habría algún restaurante o bar para rellenar el agua. Mientras subía el puerto a la izquierda tuve en todo momento a la vista el pico Chamechaude, el más alto de toda la Chartreuse.




Llegué al Col de Porte para el café de las cinco, café que tomé en la terraza del Hotel Cartusia con las espectaculares vistas del Chamechaude. En un principio pensé que el Hotel Cartusia era un albergue para alpinistas, como suelen ser en los puertos de montañas, y pregunté para hacer noche en él. Pero se me hizo un nudo en la garganta cuando me dijeron el precio. Una semana de campings hubiera sido más barato que alojarme una noche allí así que decidí bajar hacia Grenoble y hacer noche en el albergue juvenil regentado por un rastafari súper molón llamado Julien.



martes, 19 de septiembre de 2017

Crónica de un viaje alrededor de los Alpes, parte 3


Llegando al camping, después de bajar una cuesta considerable desde el pueblo de Trept, me doy cuenta de que me falta una herramienta básica en mí día a día, la pastilla de jabón. Llevaba ya una semana acordándome todos los días de la pastilla de jabón, y cada día me decía, “mañana la compro”. “Mañana” nunca se hizo “hoy” y así me fue que llegué al primer día en el que necesité ducharme y no tenía con que limpiarme. Me pareció adecuado empezar el viaje manteniendo unas normas mínimas de higiene así que ese día cambié el “mañana” por “luego”. Así que decidí hacer el registro en el camping, montar la tienda y darme un baño antes de subir al pueblo otra vez. El camping “Les 3 lacs du soleil” como bien indica su nombre son tres lagos juntos con zonas de acampada en el medio y una zona recreativa de toboganes en un extremo. Como un mini acuapark donde se pudiera hacer noche. No estaba excesivamente lleno y al ser aun temprano pude elegir sitio para poner la tienda de entre algunos lugares libres. Después de inspeccionar cada uno y elegir aquel que tenía menos hoyos y piedras, instalé la tienda de campaña.

Pasé la mañana cansado como un zombi yendo de la zona de acampada a la zona de baño, andando como un pato con mis chanclas de goma que me cortaban la piel entre el dedo gordo y el segundo dedo del pie. Fueron las chanclas más baratas del decathlon, por un euro más podría haber comprado las que tienen la cuerda de tela y que no cortan, pero tacaño de mí que elegí las otras. A eso de las cinco me tocó subir de vuelta al pueblo a por el jabón, que compré en una farmacia pero donde se me olvidó de comprar unos tapones para los oídos, y ahí sí que mantuve mi filosofía del “mañana”.



Cené una pizza en el restaurante del camping y me fui directo a la tienda, deseando ya dormirme y despertarme al día siguiente descansado y fresco. Eran eso de las diez de la noche cuando entré en la tienda y aunque en España aún sería de día, considerando que estábamos en Julio, allí ya estaba anocheciendo. No había mucho ruido en el camping. Ya estaba yo tumbadito sobre el saco de dormir, bostezando y cerrando los ojos, hasta que de repente empieza a sonar música a todo volumen desde la terraza del camping. “No me lo creo” pensé. Aunque la verdad es que vi durante toda la tarde como montaban un pequeño escenario con altavoces y micrófonos pero en ningún momento caí en la cuenta de que fueran a dar un concierto esa noche. Pues sí, hasta la una de la madrugada cantando y aplaudiendo todo el camping reunido a unos cien metros de mi tienda. Al principio intenté quedarme dormido pensando que el cansancio sería más potente, pero no. Al igual que con Abdullah, el ruido y los cambios de volumen entre canción y canción me despertaban de golpe cuando empezaba a quedarme dormido. Así que saqué uno de los tres libros que me había traído para el viaje y empecé a leer hasta que acabó el conciertazo en el que tocaron los grandes éxitos de la chançon française y de clásicos en español que ya no me acuerdo.

Sobre las ocho de la mañana me desperté ilusionado por empezar a pedalear en dirección hacia los Alpes. Ya, cada kilómetro que hiciese me acercaría un poco más a esas montañas increíbles que me quitan el sueño cada vez que pienso en sus puertos y carreteras. Cargué a Rocinante lo más rápidamente que pude y fui a recoger los croissants que había encargado el día anterior, porque debéis saber que en Francia cuando te registras en un camping, aparte de preguntar por el dinero, te preguntan también si quieres encargar pan o croissants para la mañana siguiente. Recogí entonces la bollería y la acompañé con un café expreso para después coger la carretera en dirección a Morestel.
Llegué al pueblo con la idea de tomarme otro cafetito en el centro del pueblo para reposar y admirar lo que hubiera que admirar. En el cruce donde se juntaban las carreteras principales de la zona vi una terraza que se adecuaba a mis intereses, así que apoyé la bici en una pared y me senté en la terraza. Teniendo mucho cuidado de no equivocarme en pedir un café con leche, como fácilmente haría en España, pedí mi café expreso, único café asequible que podía pedir en Francia o en Italia si no quería gastarme más dinero en cafés que en campings. Y es que esta lección la aprendí junto con mi primo tres años atrás cuando nos sablaban el dinero por cada café con leche, que puede llegar a costar más hasta tres veces el precio de un café expreso. Es cuestión de conceptos, en España cuando pedimos un café con leche nos lo ponen en un vaso de unos 20cl, tamaño caña. Sin embargo en Francia sobre todo cuando pides “caffe au lait”, café con leche, te ponen un tazón típico de cereales nuestro con la misma cantidad de café que el de un café expreso y el resto de leche. ¡Con dos cafés con leche allí se ventilan un bric entero!

Morestel se encuentra coronado por una gran torre medieval que se desde lejos, a la cual me acerqué a ver y gracias a eso descubrí en una plaquita que el pueblo era el enclave más importante del País de los Colores de Francia. Por él habían pasado muchos pintores y era famosa por el gran número de exposiciones que acogía, yo como iba con la bici no iba a entrar en ninguna pero paseando por las calles, empujando más bien la bici cuesta arriba, encontré La Maison Ravier. Una gran casona que dominaba una de las zonas altas del pueblo y la que supuse que habría sido de algún pintor o alguien famoso ya que estaba muy bien conservada y era destinada a exposiciones y abierta al público. Entré en el gran patio buscando sobre todo una buena panorámica ya que el montículo miraba hacia el Parque Nacional de la Chartreuse, que es un macizo enorme de montañas que conforman el sistema montañoso previo a los Alpes y donde dormiría ese día.










Saliendo de Morestel, siempre dirección Este, alcancé el rio Ródano, el rio más caudaloso de Francia, que nace en los Alpes suizos y muere en el mediterráneo, formando un delta y marismas similares al formado por el Guadalquivir en Doñana y que es también parque natural, el Parque natural regional de la Camargue.

Desde hace años en Europa se empezó a tomar conciencia del cicloturismo y de cómo las diferentes regiones de un país se podían beneficiar de este turismo. Para ello se creó un sistema de grandes vías ciclables a lo largo y ancho del continente uniendo todos los extremos. Se creó lo que se conoce como las EuroVélo, que son rutas que unen el Cabo Norte en Noruega con Gibraltar, Lisboa con Atenas, Berlin con Palermo, etc. Se diseñaron rutas aprovechando los carriles bicis ya existentes y se adaptaron caminos y veredas para la circulación de bicicletas donde el contacto con vehículos a motor fuera el menor posible. Aunque gran parte de estas rutas no están completas ya que su planificación fue previa a la crisis, si que hay muchos tramos construidos, sobre todos aquellos que bordean los cursos de los grandes ríos. Ríos como el Ródano. Cuya vía EuroVélo es la número 13 y que seguí durante pocos kilómetros ese día porque mi destino no estaba al borde del rio pero que fue digna de mención ya que la vía me permitió desconectar y liberar de la tensión, que aunque ya esté acostumbrado, producen los coches.

Mi destino ese día era llegar a Les Échelles, a 60 kilómetros de Trept. Había decidido hacer caso a mi padre que me había aconsejado comenzar poco a poco, ir subiendo la cantidad de kilómetros cada día y no empezar directamente haciendo días de 100 kilómetros. Pero bueno, eran aun las doce la mañana y aún quedaba bastante hasta Les Échelles. Remonté el río Ródano hasta la desembocadura del río Guiers en él. Desde allí continué hasta Romagnieu donde tuve uno de los momentos más felices de todo el viaje. Hacía tiempo que no disfrutaba tanto, me puse nervioso de lo feliz que estaba. Paré a comer en un restaurante del pueblo, el cual era poco menos que una aldea, pero claro ya soy perro viejo en esto de los viajes en bici y sé que es mejor pararse a comer en un pueblo pequeño que en uno grande. Los restaurantes que siguen abiertos en las aldeas tienen que ser muy muy buenos y no excesivamente caros para que consigan atraer clientela y ser rentables. Me paré en el primero que vi, y como era de suponer el único que había, cosa que acabo de confirmar con Google Maps. Le Poulet se llamaba, tenía una pequeña terraza con vitrina y aire acondicionado para protegerse del calor que hacía y de la lluvia en invierno. Pero lo más interesante me esperaba dentro, por un lado el lugar se divide en el típico bar de pueblo antiguo que no ha cambiado en siglos y un comedor-museo lleno de recipientes de metal donde recoger la leche de las vacas, además de utensilios del campo como un arado, una hoz, etc. No puedo olvidar al gran pastor alemán que se encontraba echado no en la terraza donde sería de esperar o en el bar, sino en el comedor, bajo una mesa más chica que él y que nos miraba a los comensales con cara de pena esperando recibir algún trozo de nuestra comida. Ese mediodía, el comedor fue compartido por la reunión semanal de las abuelitas del pueblo, todas arregladas y coquetamente maquilladas, por tres albañiles y por mí. Le Poulet merece mención sobre todo por su postre, ¡qué postre señores! Recuerdo que al llegar al postre me dijo algo de un dulce o queso, y como yo no soy muy goloso y me encanta el queso lo tuve claro. Me esperaba un trozo de queso con un poco de pan todo adornado rollo postre con algún tipo de dulce de membrillo u otra cosa, pero lo que de ninguna manera me esperaba fue la tabla de quesos que me pusieron delante. Tuve que preguntar cuanto podía coger porque me sentí un poco violento al no saber cómo reaccionar. No voy a ponerme a nombrar los tipos de quesos porque no sé los nombres pero fue increíble. La tabla medía medio metro de largo por treinta centímetros de ancho y estaba repleta de diferentes tipos de queso. ¡Qué alegría! La verdad es que tuve que contener. Por un lado podría habérmelos comido todos y por otro lado sabía que me pondría malo, así que sintiéndolo mucho solo los probé todos y no acabe con ellos.




Estuve gozando en Le Poluet hasta las tres de la tarde, después de dos horas comiendo salí de allí con fuerzas renovadas y sintiéndome pesado como un tonel. Pero tenía la solución ante tan previsible resultado, unos cinco kilómetros más adelante encontré un prado en cuesta mirando a las montañas y bajo una hilera de árboles extendí la esterilla y me puse la mochila de almohada. Y allí en una sombra, rebosando de felicidad por el queso, la brisa y las vistas me eché una siesta que ni el mismo rey en su palacio.





Pasó el calor y con él bajó la comida. No estaba ya lejos de Les Échelles pero lo que me quedaba no era fácil. Desde donde estaba se veía a lo lejos una barrera pétrea formando la puerta de entrada a la Chartreuse y conforme seguías con la vista las montañas hacia el sur aparecía un tajo enorme en esa cordillera, era la Gorges de Chailles, la garganta de Chailles. El rio Guiers bajaba por esa garganta desde Les Échelles y yo tenía que subir por la carretera paralela. Era la primera cuesta decente del viaje, una cagada en comparación con lo que vendría el día siguiente, y el siguiente, y el siguiente, y …. Pero era la primera y sudé la gota gorda remontando cada metro de esa garganta y el único consuelo, aunque también fue suficiente, fueron las vistas. Ya estaba metiéndome en las montañas y el viaje se empezaba a parecer a lo que yo me había ido imaginando los meses anteriores. Finalmente, la garganta se abrió y dio paso a Les Échelles, en un valle enorme rodeado de montañas cuyos picos no tenían nada que envidiar a los de los Alpes. Pero no eran los Alpes, eran la Chartreuse y escondían otro secreto en su interior que descubrí el día siguiente.




domingo, 17 de septiembre de 2017

Crónica de un viaje alrededor de los Alpes, parte 2

Eran poco menos de las seis de la mañana cuando puse una rueda en carretera. El sol se intuía detrás de los campos de girasoles y maizales que bordeaban el aeropuerto, la neblina instalada en la zona refrescaba el aire y diría que seguramente me despertó más rápido que el café recién tomado. Poco a poco mis piernas fueron cogiendo el ritmo para mover la pesada carga que llevaba detrás. Cada año siempre intento aliviar el peso de las alforjas quitando en el último momento cosas pero aun así, acabo llevando cosas que no utilizo en todo el viaje. De los dos calzoncillos que llevé, uno de ellos me sobró claramente. No porque le fuese dando la vuelta a uno de ellos y el otro fuese de adorno. Si no porque en verdad creo que me puse un calzoncillo solo el primer día y otro cerca del final cuando visité Arlés. De diario iba en modo comando con el pantalón de deporte que ya lleva huevera. Llevar calzoncillo y huevera en una bici me resulta increíblemente incómodo ya que cuando estás una media de siete a ocho horas pedaleando todo el día llevar dos prendas ahí abajo significa que vas a tener cuatro rozaduras, una por cada lado de la cosita y por cada prenda. No quiero explayarme en cómo se queda la zona cuando llega la noche. Así que desde el primer día había un calzoncillo que sobraba. También sobraba una de las tres camisetas, un par de calcetines y el pantalón corto de vestir. En total un kilo aproximadamente que podría haber llevado de jamón, chorizo o lomo, craso error. Pero bueno, ya estaba pedaleando y más o menos a gusto sobre la bici, sobre todo feliz de poder alejarme del aeropuerto y del pequeño Abdullah, deleitándome en lo bien que iba a dormir esa noche en el camping, o eso pensaba yo.

Dos años atrás había hecho parte de la ruta de ese mismo día escapando de las proximidades del aeropuerto ya que dos años atrás había ido a Grenoble a hacer un curso de francés en el mes de Julio, y como esta vez había volado a Lyon y con la misma bicicleta así que tanto mi fiel rocinante como yo sabíamos la ruta de escape. Fui recordando los primeros pueblos que me encontré por el camino y la panadería donde dos años atrás compré el primer croissant del día. Al cabo de una hora y media el efecto del café estaba sucumbiendo ante el cansancio de una noche sin apenas dormir y como había recorrido casi la mitad de lo que tenía que recorrer ese día, unos treinta kilómetros en total, me paré en Cremieu para otro café. Cremieu, un pueblo medieval que conservaba parte de su muralla defensiva así como un castillo en un cerro.



Fui buscando la plaza del pueblo donde posiblemente me servirían el café más caro de la zona pero tendría derecho a la vista del ayuntamiento que acostumbra a ser el edificio más bonito. Con gusto pagué el precio ya que la plaza del pueblo mereció la pena, además en la plaza del pueblo aparte del ayuntamiento y la oficina de turismo había un convento de los agustinos cuyo claustro se veía a través de la verja.




Igual de asombrado, aunque no por las vistas, quedó una señora que a esas horas se había levantado para limpiar las contraventanas de su casa, ya que desde que entré en la plaza hasta que salí de ella no dejó de mirarme pensando que qué haría yo en un pueblo como ese a esas horas de la mañana. Y no le falta razón ya que supongo que igual de sorprendidos se quedaría cualquier lugareño de la Mancha o de cualquier zona por la que no pase el Camino de Santiago y se encuentre a las ocho de la mañana a un chaval en una bici que parece un burro de todas las alforjas que lleva.

Al salir de Cremieu nada me hizo pensar que volvería a pasar por aquel pueblo. Pero ahí estaba Murphy vigilando siempre y dispuesto a intervenir cuando y donde hiciese falta. Y así lo hizo, nada más salir del pueblo, llevaría tres kilómetros y me faltaban doce para llegar al camping, pinché. Pinché después de no haber sufrido un pinchazo en un año. Pero claro se lo había dejado muy fácil a Murphy. Y es que le había puesto en bandeja que estaba muy cansado, que llevaba parches que tenían más de cinco años y cuyo pegamento ya no pegaba y era poco menos que baba, que la cámara de repuesto que llevaba era de válvula gorda en vez de válvula fina, la cual es la única que podía utilizar con mis llantas y que además era día de diario y no había muchos ciclistas en la carretera. Pues claro Murphy pensaría “¡Esta es la mía!” Y hubiera sido la suya si no llega a pasar por allí un jubilado, ¡benditos jubilados curiosos! Un abuelete llamado Vincent de 68 años pasaba con su bicicleta por allí mientras yo me cagaba en todo lo que se me ocurría por ser tan tonto de no revisar parches y cámara antes de empezar el viaje. Al verme apurado y con un cabreo severo se me acercó y me preguntó si necesitaba ayuda. En ese momento había terminado de pegar el parche baboso que tenía en el agujero por el que salía el aire, ¡porque atención¡ No era un pinchazo, simplemente la cámara era más vieja que Carracuca y lo único que necesitó para abrirse fue que Murphy le diese su toque mágico o un buen bache si no creéis en Murphy. Estuvimos hablando un rato mientras terminaba de volver a montar la rueda trasera en la bici y comenzaba a inflarla, pero no había llegado a la mitad de la presión idónea cuando el parche, como era de esperar, saltó y volvió a dejar el agujero abierto. El bueno de Vincent, apurado de verme con todas las cosas desperdigadas por la cuneta de la carretera me dio su cámara de repuesto y me aconsejó volver a Cremieu a comprar parches y otra cámara por si me volvía a pasar. Con su ayuda volví a desmontar la bici y a montar su  cámara en mi rueda trasera, y siguiendo su consejo volví a Cremieu.


De nuevo en el pueblo los viejetes que ya habían estado sentados en la puerta del bar cuando me fui debieron de pensar que me había perdido. Siguiendo las indicaciones de Vincent fue en verdad cuando me perdí porque el pueblo aunque era pequeño todas las calles se me parecían así que vi la luz cuando encontré a un policía y le pregunté dónde estaba la tienda de bicis, y el viendo que ya estaba perdido me acompañó hasta ella. De camino le había dicho al policía que lo que quería era comprar una cámara de aire, “camera” le dije y él asintiendo me dijo que sin problema, que su amigo el de la tienda tenía. Al llegar él hizo de intermediario y le dijo lo mismo para después irse. La tienda tenía de todo, era pequeña pero muy completa, el dependiente me dice que concretamente no tiene lo que quiero, que de esas cosas no solía tener en existencias pero que él la pedía por Amazon y que al día siguiente le llegaban. A mí no me entraba en la cabeza que no tuviera cámaras con todas las bicis que tenía en la tienda y con la cantidad de artículos que vendía. Pero bueno me decía que no tenía y que la siguiente tienda para comprarlas estaba bien lejos y como no quería tentar a Murphy pues pensé que podía quedarme en el camping del pueblo y recogerla mañana. Así que acepté y mientras está pidiéndola por internet me dice que me acerque a ver cuál quiero, y yo pensando que no puede haber mucha diferencia entre unas y otras y cuando me gira el monitor del ordenador veo que tiene en pantalla cámaras de vídeo deportivas. Eso explicaba todo, el porqué de que no tuviera en tienda lo que le había dicho. Entonces le indiqué que mi GoPro funcionaba perfectamente que lo que quería era la "cosita" que iba dentro de la rueda, y él me dice que eso es una “chambre à air” lo que traducido literalmente es “habitación de aire”. Después de unas risas me dice que tampoco tiene para el tamaño de mi rueda pero que tiene parches muy buenos y que además me regala una cámara usada pero en perfecto estado. Así que al final salí de la tienda con dos cajas de parches, la cámara regalada y una nueva expresión en mi vocabulario. Me despedí de mis fans de la tercera edad y salí finalmente de Cremieu, ya directo y sin percances hasta el camping “Les 3 lacs du soleil” de Trept.

Crónica de un viaje alrededor de los Alpes, parte 1

No me gustan los aviones, no me gusta volar, me pone muy nervioso el traqueteo del avión al despegar, esa sensación de no ir totalmente paralelo al suelo cuando el avión está cogiendo altura. Además en ese tiempo entre el que despega las ruedas del suelo y logra estabilizarse cualquier pequeña bolsa de aire hace que se me encoja el estómago como cuando estás en una montaña rusa y notas que tu cuerpo está bajando a una velocidad y te da la sensación de que tu estómago aún no ha cogido la misma velocidad, supongo que en verdad son los ácidos dentro del estómago los que producen esa sensación de ir a una diferente velocidad y que se te encoja el alma.

De cualquier manera estaba ya montado en el avión y me había tomado mis correspondientes pastillas para los nervios para poder volar. Ese día además no cometí el fatídico error de tomarme una cerveza comiendo mientras esperaba el avión. Error que había cometido justamente un mes antes cuando volaba hacia Toulouse para asistir al festival Rio Loco. Ese día estaba igual de nervioso y pensando lo tenso que estaba me tomé la cerveza, olvidando por lo tanto que las pastillas no se podían mezclar con alcohol. A punto estuve de no volar por miedo a que las pastillas y el alcohol se mezclasen produciendo un efecto secundario y dándome aun mayor ansiedad. Por tanto si quería ir al festival tenía que volar sin las pastillas. Así que me fui mentalizando y estuve todo el tiempo desde que me tomé la cerveza hasta que me monté y me bajé del avión diciéndome a mí mismo “échale huevos” y repitiendo tres canciones seguidas, algo más de tres horas estuve así, la verdad es que no me sirvió de mucho porque volé con el corazón en un puño y repitiéndome a mí mismo que si me volvía a pasar lo de la cerveza o no iba al festival o iba por tierra aunque hubiera pagado el billete.




Un mes más tarde, en el aeropuerto otra vez, en el avión, sentado en mi sitio, saqué la caja de las pastillas y me tomé dos de golpe, la que me tocaba esa vez y la anterior, no iba a haber sustos esta vez y además no solo estaba nervioso por el avión sino por el viaje en general. Los viajes largos y cualquier cosa que implique salir de mi rutina han provocado siempre dos emociones contrarias en mí, que depende de la cantidad de café que lleve encima afloran con mayor o menor fuerza. Por un lado es la euforia y adrenalina que se desata al emprender una nueva aventura hacia algo que generalmente es desconocido para mí y por otro lado es la duda que me surge de verme capaz a resolver y enfrentarme a todas las dificultades que se presentarán, el miedo a encontrarme solo y a no tener la fuerza mental que se requiere para continuar. En cualquier caso como he dicho antes la adopción de una u otra actitud suele depender de la cantidad de café que haya tomado. Así que conociendo este hecho suelo tener la capacidad de revertir una u otra situación con un cafetito expreso que tanto nos gustan a mi padre y a mí.

No recuerdo a qué hora llegué a Lyon pero era ya bien entrada la noche, probablemente era uno de los últimos vuelos que llegaron porque no quedaba casi nadie en el aeropuerto y todas las ventanillas y tiendas estaban ya cerradas. Durante los días previos al vuelo previendo lo tarde que llegaría había estado mirando lugares donde poder dormir, en el propio aeropuerto había al menos tres hoteles, de los tres solo uno de ellos me pareció aceptable por el precio teniendo en cuenta que yo solo lo quería para dormir unas horas ya que al alba me levantaría deseando salir y comenzar el viaje con la bici, sin embargo también pensé que dormir en el aeropuerto con el saco de dormir y la esterilla no era tan mala idea, no era la primera vez que lo había hecho y tampoco sería la última así que no llegué a reservar ningún alojamiento para esa noche. Pero como ya he dicho todo cambia cuando uno piensa las cosas con café y sin café, o descansado y sin descansar, y esa noche reventado como estaba de la tensión del vuelo pues pensé que no era tan mala idea descansar en una cama y empezar mañana después del desayuno, después de todo no me faltarían días de dormir poco y mal a lo largo del viaje. Así que una vez montada la bicicleta me dirigí hacia uno de los hoteles que había mirado, el más barato del aeropuerto. Sin embargo ya estaréis adivinando que no había habitaciones, evidentemente, esta fue la primera de las muchas veces en las que Murphy hizo valer su ley. Me encanta esa ley, la ley de Murphy, aquella que dice que si algo puede salir mal, saldrá, le suele dar un toque especial a las cosas.

Bueno pues no pasa nada, volví al plan original y gracias a Murphy conocí al pequeño Abdullah, que gracioso… y que cabrón. Me dio la noche, la verdad. Os cuento, eran la una y algo de la noche, el aeropuerto estaba ya bastante silencioso y prácticamente todos los que estábamos en él habíamos decidido reposar nuestros cuerpos, ya fuese cada uno sobre su maleta, un asiento o un pequeño colchón hecho con algún abrigo. Yo llevaba mi saco, esterilla y tienda. La tienda no la monté porque era de piquetas. Pero sí que desenrollé esterilla y saco y me dispuse a echar una cabezada de al menos cinco horas antes de que los primeros vuelos empezasen a embarcar. Tenía un sitio perfecto, un lugar estrecho que no llevaba a ningún lado, de apenas un metro y medio de ancho por tres de largo, lo ideal para meter la bici y taponar la entrada al pequeño pasillo con la esterilla y el saco, una zona poco iluminada y con pocos asientos cercanos. Pocos, pero no los suficientes al parecer, porque al cabo de un par de horas llegó la familia del pequeño Abdullah. Ellos eran cuatro, el pequeño Abdullah de dos años aproximadamente, su hermano de unos doce años, su hermana de otros doce años y su madre. No pierdo la cabeza si la apuesto diciendo que Abdullah era el único que no tenía sueño en el aeropuerto. Dos y solo dos horas me permitió dormir el que se autocoronó rey del aeropuerto aquella noche, Abdullah I de Lyon. El pequeño tirano comenzó su reinado corriendo por el pasillo cercano, gritando y balbuceando unas cuantas palabras mal pronunciadas que solo su madre parecía entender. Cuando Abdullah se alejaba demasiado su madre siempre atenta mandaba alguno de sus otros esbirros a por el rey, el cual expresaba su desacuerdo gritando aún más fuerte y golpeando todo lo que encontraba a su paso, hasta que volvía cerca de su madre donde sus hermanos se desentendían de él y este volvía a explorar todos los terrenos circundantes, creando un bucle en el espacio tiempo donde yo me quedaba medio dormido cada vez que Abdullah se alejaba lo suficiente y volvía a despertarme cuando sus hermanos lo traían. Así pasé otras dos horas, cabreándome poco a poco más conmigo mismo por no haber reservado el hotel cuando tuve tiempo hasta que me di cuenta de que no tenía sentido continuar luchando contra el rey por lo que me levanté, volví a cargar las cosas en la bicicleta y me lancé a la búsqueda de algún sitio para desayunar. Afortunadamente ya estaban abriendo las cafeterías en el aeropuerto, y calculé que en lo que tardaba en desayunar el sol comenzaría a asomarse por los ventanales.