Imagina que fueses una hormiga. Formarías
parte de una sociedad aun mayor que de la que ya formas, es decir, el ser
humano. Tendrías muchas diferencias con respecto a tu antiguo ser, estas
diferencias serían solamente fisiológicas ya que conservaremos para esta
ocasión todos los atributos que creemos poseer solamente los humanos, los que
conciernen a la psicología. Tendríamos seis patas, digo tendríamos porque yo
también sería una hormiga. Como decía tendríamos seis patas, comparado con
nuestro antiguo cuerpo nos sobrarían dos, bueno dos… si consideramos patas los
brazos, si no, nos sobrarían cuatro. Pero no seamos negativos, con esas cuatro
patas de mas tendríamos mucha mas estabilidad, ya no sería tan torpe, ya no me
tropezaría tanto, al menos con el suelo, aunque quizás sí con mis otras
piernas. ¿Que más tendríamos? Una mandíbula poderosa. Tan poderosa que
podríamos aguantar unas trescientas veces el peso de nuestro cuerpo con ellas,
me empieza a gustar esto de ser hormiga.
Ya no podríamos decir que estamos formados
por cabeza, tronco y extremidades, ahora deberíamos de considerarnos como
individuos compuestos por cabeza, tórax, abdomen y extremidades. Este nuevo
abdomen no me mola mucho ya que nos hace un poco culones, pero bueno, no todo
van a ser ventajas, y quizás nos sirva para compensar el enorme cabezón que
tendríamos. Los ojos, en la cabeza por supuesto, tendrían una visión limitada
pero se verían compensados por la sensibilidad que nos darían las antenas. Pero
claro por mucha sensibilidad que tengamos en las antenas no me resulta del todo
satisfactorio no ver más que un topo. ¡Porque claro!, imagina como veríamos a
los humanos, o como “no” los veríamos, de repente iríamos tranquilamente
caminando con fulano por el campo, disfrutando de las flores, de los frutos
secos, de nuestras hojitas, contándonos las anécdotas del día y ¡pum!, ¡algo ha
pisado a fulano! No sabemos que es, porque no lo podemos ver, solamente lo
hemos sentido, hemos sentido que un viento se ha levantado rápidamente, y de
repente una columna de goma y piel ha aplastado a mi colega. Yo supongo que en
ese momento podría actuar de dos maneras opuestas: o correr despavorido
tropezándome con mis seis patas a las cuales aún no me habría acostumbrado, o fascinado por el suceso tan violento e impredecible cogería mi escarabajo
pelotero, ¡sí!, sería mi coche-hormiga; y saldría corriendo detrás de esa columna
de goma y piel que ha caído del cielo, tal cual como hacen los cazadores de
tornados. Sería conocido entre los míos como “el cazador de columnas”.
Por otro lado, siendo una hormiga me gustaría
ser una de esas hormigas maoríes, de las que se tatúan medio cuerpo de rojo.
Aunque ese tipo de hormigas me han dicho que no son tan civilizadas, que van
por ahí picando, mordiendo y arañando otras cosas. Son valientes, eso no lo
discuto, se enfrentan a menudo con todo tipo de animales. Al menos me gustaría
ser amigo de alguna de ellas.
En verdad sería algo parecido a un Indiana
Jones de las hormigas, un explorador, la avanzadilla de la civilización, buscando
nuevos recursos y tesoros, descubriría y daría un razonamiento convincente al
porqué de las columnas de goma y piel. Y si no encuentro la explicación, no
pasa nada, después de pasar años buscando la respuesta, volvería diciendo que
son obra de Dios, un Dios que me inventaría y al que llamaría Nono, y del cual
yo sería su profeta. Quizá me nombrasen rey del hormiguero. No me molaría ser
reina del hormiguero, se ponen gordas y no hacen mas que parir retoños, sería
una vida muy aburrida.
Pero como rey del hormiguero llevaría a mi
pueblo a la tierra prometida, aquello que en nuestra vida humana llamamos
vertedero. Allí, mi pueblo dispondría de todo tipo de recursos, el alimento
nunca nos faltaría, podríamos multiplicarnos como ratas, aunque en verdad allí
tendríamos que luchar contra las ratas, las ratas no me caen bien, nunca sería
un rey rata. Bueno no pasa nada. Como rey del hormiguero podría volver a
decretar otro éxodo masivo y esta vez sí que iríamos a la tierra prometida, ¡la
verdadera! El parque de al lado de mi casa humana, por ejemplo. Mis súbditos
nunca tendrían porqué saber si existe o no la tierra prometida, porque ¡a mí y
solo a mí! me dijo el Dios Nono donde estaba esa tierra prometida. Y al que
dude que se vaya con las ratas.
De cualquier manera acabaríamos llegando a un
lugar idílico donde hubiese mucha vegetación que nos protegiese de las columnas
de goma y piel. Un pequeño charco abastecería de agua a toda la comunidad,
donde sus riveras servirían de lugar de recreo para niños-hormiga y
abuelos-hormiga. Donde la tierra húmeda nos permitiese excavar un hormiguero
suficientemente grande y confortable para todos. Hasta que las lombrices nos
revelasen que no estamos solos. Pero llegado ese día, ya no volvería a huir.
En el próximo capítulo Las guerras lombrices.
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