miércoles, 26 de agosto de 2015

Imagina que fueses una hormiga

Imagina que fueses una hormiga. Formarías parte de una sociedad aun mayor que de la que ya formas, es decir, el ser humano. Tendrías muchas diferencias con respecto a tu antiguo ser, estas diferencias serían solamente fisiológicas ya que conservaremos para esta ocasión todos los atributos que creemos poseer solamente los humanos, los que conciernen a la psicología. Tendríamos seis patas, digo tendríamos porque yo también sería una hormiga. Como decía tendríamos seis patas, comparado con nuestro antiguo cuerpo nos sobrarían dos, bueno dos… si consideramos patas los brazos, si no, nos sobrarían cuatro. Pero no seamos negativos, con esas cuatro patas de mas tendríamos mucha mas estabilidad, ya no sería tan torpe, ya no me tropezaría tanto, al menos con el suelo, aunque quizás sí con mis otras piernas. ¿Que más tendríamos? Una mandíbula poderosa. Tan poderosa que podríamos aguantar unas trescientas veces el peso de nuestro cuerpo con ellas, me empieza a gustar esto de ser hormiga.

Ya no podríamos decir que estamos formados por cabeza, tronco y extremidades, ahora deberíamos de considerarnos como individuos compuestos por cabeza, tórax, abdomen y extremidades. Este nuevo abdomen no me mola mucho ya que nos hace un poco culones, pero bueno, no todo van a ser ventajas, y quizás nos sirva para compensar el enorme cabezón que tendríamos. Los ojos, en la cabeza por supuesto, tendrían una visión limitada pero se verían compensados por la sensibilidad que nos darían las antenas. Pero claro por mucha sensibilidad que tengamos en las antenas no me resulta del todo satisfactorio no ver más que un topo. ¡Porque claro!, imagina como veríamos a los humanos, o como “no” los veríamos, de repente iríamos tranquilamente caminando con fulano por el campo, disfrutando de las flores, de los frutos secos, de nuestras hojitas, contándonos las anécdotas del día y ¡pum!, ¡algo ha pisado a fulano! No sabemos que es, porque no lo podemos ver, solamente lo hemos sentido, hemos sentido que un viento se ha levantado rápidamente, y de repente una columna de goma y piel ha aplastado a mi colega. Yo supongo que en ese momento podría actuar de dos maneras opuestas: o correr despavorido tropezándome con mis seis patas a las cuales aún no me habría acostumbrado, o fascinado por el suceso tan violento e impredecible cogería mi escarabajo pelotero, ¡sí!, sería mi coche-hormiga; y saldría corriendo detrás de esa columna de goma y piel que ha caído del cielo, tal cual como hacen los cazadores de tornados. Sería conocido entre los míos como “el cazador de columnas”.

Por otro lado, siendo una hormiga me gustaría ser una de esas hormigas maoríes, de las que se tatúan medio cuerpo de rojo. Aunque ese tipo de hormigas me han dicho que no son tan civilizadas, que van por ahí picando, mordiendo y arañando otras cosas. Son valientes, eso no lo discuto, se enfrentan a menudo con todo tipo de animales. Al menos me gustaría ser amigo de alguna de ellas.

En verdad sería algo parecido a un Indiana Jones de las hormigas, un explorador, la avanzadilla de la civilización, buscando nuevos recursos y tesoros, descubriría y daría un razonamiento convincente al porqué de las columnas de goma y piel. Y si no encuentro la explicación, no pasa nada, después de pasar años buscando la respuesta, volvería diciendo que son obra de Dios, un Dios que me inventaría y al que llamaría Nono, y del cual yo sería su profeta. Quizá me nombrasen rey del hormiguero. No me molaría ser reina del hormiguero, se ponen gordas y no hacen mas que parir retoños, sería una vida muy aburrida.

Pero como rey del hormiguero llevaría a mi pueblo a la tierra prometida, aquello que en nuestra vida humana llamamos vertedero. Allí, mi pueblo dispondría de todo tipo de recursos, el alimento nunca nos faltaría, podríamos multiplicarnos como ratas, aunque en verdad allí tendríamos que luchar contra las ratas, las ratas no me caen bien, nunca sería un rey rata. Bueno no pasa nada. Como rey del hormiguero podría volver a decretar otro éxodo masivo y esta vez sí que iríamos a la tierra prometida, ¡la verdadera! El parque de al lado de mi casa humana, por ejemplo. Mis súbditos nunca tendrían porqué saber si existe o no la tierra prometida, porque ¡a mí y solo a mí! me dijo el Dios Nono donde estaba esa tierra prometida. Y al que dude que se vaya con las ratas.

De cualquier manera acabaríamos llegando a un lugar idílico donde hubiese mucha vegetación que nos protegiese de las columnas de goma y piel. Un pequeño charco abastecería de agua a toda la comunidad, donde sus riveras servirían de lugar de recreo para niños-hormiga y abuelos-hormiga. Donde la tierra húmeda nos permitiese excavar un hormiguero suficientemente grande y confortable para todos. Hasta que las lombrices nos revelasen que no estamos solos. Pero llegado ese día, ya no volvería a huir.


En el próximo capítulo Las guerras lombrices.


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