miércoles, 20 de septiembre de 2017

Crónica de un viaje alrededor de los Alpes, parte 4


Les Échelles está separado de Entre-deux-Guiers por un puente, son dos pueblos separados por quince metros de puente. El camping estaba en Entre-deux-Guiers, el pueblo forma una cuña delimitada por los dos ríos que se llaman Guiers, uno es el Guiers Vif y el otro el Guiers Mort, de ahí su nombre “Entre dos Guiers”.


 A la mañana siguiente, bien temprano, salí buscando mis croissants y me puse en ruta en dirección Saint Laurent du Pont. Siempre vigilado por una inmensa muralla de piedra a mi izquierda cuyas cimas se hallaban envueltas en bruma. Saint Laurent du Pont es la puerta de entrada a otra espectacular garganta, las Gorges du Guiers Mort. Estas gargantas iban bordeadas por un lado por la carretera que yo iba siguiendo y por otro lado a más altura por una vía férrea transitada por un pequeño tren minero. Sentí el tren acompañándome durante gran parte del trayecto, metiéndose y saliendo de los muchos túneles, hasta que por fin la carretera y la vía se pusieron al mismo nivel y el tren cruzó delante de mí por un paso a nivel para luego meterse en otro túnel y no volver a aparecer más.

La carretera seguía ascendiendo, enredándose en la montaña. Los pocos edificios que encontré parecían abandonados y casi todos estaban relacionados con la minería, en otro tiempo más importante supuse. El cielo estaba gris y la sombra era abundante mientras estuve en movimiento no tuve frío pero a poco que me paraba a hacer alguna foto o a beber agua el sudor y la humedad me hacían sentir incómodo, obligándome de nuevo a ponerme a pedalear o a coger la cazadora. Al menos tres recodos de la carretera habían estado escarbados en la carretera. La carretera se habría hueco en estos puntos formando una especie de galería sin una de las paredes laterales, y aunque la carretera era estrecha tenía espacio suficiente para dos carriles, así que la sensación de vértigo no era muy grande siempre y cuando no me acercase mucho al borde.







Aproximadamente a mitad de la garganta se encontraba escondida en el lateral izquierdo el Convento de la Grande Chartreuse, un recinto amurallado enorme al que no se puede entrar pero que se puede admirar desde el exterior. Para llegar a él tuve que desviarme por una carretera con pendientes superiores al 10% hasta alcanzar el museo del convento, donde hay una pradera enorme a la que la gente va a comer y de camping a la vez que visita el museo. Desde el museo parte otra carretera a la que no se puede acceder con coche porque es un recinto privado pero por la que sí que podía subir con la bici. Sin embargo había un cartel que pedía silencio ya que era un lugar de retiro espiritual para los monjes. Y aunque solo llevaba dos días pedaleando la bicicleta, la pobre, ya parecía que estaba en las últimas producía tantos tipos de sonidos distintos que me daba la impresión de que iba montado sobre una orquesta. La biela que une los dos pedales chirriaba a cada impulso que hacía con el pie derecho, los rodamientos que están a los dos lados de la horquilla y que permiten que gire independientemente del cuadro de la bici llevaban tres años rotos pero hasta hacía dos días nunca habían empezado a sonar. Desde entonces cada vez que giraba un poco el manillar, aunque fuesen 2 grados, sonaba produciendo un sonido de chirrido como el que producen las puertas viejas al girar. Los dos discos de frenos llevaban también doblados tres años, desde que hicimos el camino de Santiago desde Roma mi primo Sergio y yo. Al estar doblados no solo iban frenando con cada pedalada sino que además el roce con la pastilla de freno también añadía otro sonido más. Y por último pero no menos importante la cadena, la cadena que aun estando engrasada sonaba, la cadena era un misterio total porque había días que se pasaba toda la ruta quejándose y otros que pareciese nueva, me tenía en ascuas siempre, ¿sonará hoy? ¿Se nos unirá a la orquesta? ¿Le dolerá algo?



Así que me daba tanta vergüenza subir con la bici con todos sus soniditos que decidí ponerle el candado y dejarla en los aparcamientos del museo y subir andando. Para la subida genial, sin ningún problema, la cuesta era fuerte pero se subía bien. Las vacas me saludaban a un lado y al otro de la carretera a lo largo de los tres kilómetros. Finalmente llegué a la parte inferior del recinto amurallado, seguí bordeando y subiendo con otros turistas que habían tenido la misma idea que yo y alcanzamos el borde superior de esta ciudad en miniatura. Desde ese punto se podía apreciar el interior del convento. Los tejados de los edificios, todos ellos extremadamente picudos para evitar que la nieve se depositase, eran de pizarra. El negro de los tejados predominaba en la postal que formaban con las montañas alrededor. Fuera del recinto, sobre un promontorio que miraba a la puerta principal del convento, había una cruz blanca sobre una base de piedras, y en la cruz un Cristo clavado con dos vírgenes a sus lados.




La bajada se me hizo más dura que la subida y tuve que bajar a ratos en zigzag y a ratos corriendo para evitar que frenar continuamente con las rodillas. Era ya la hora de comer cuando llegué al parking del museo así que decidí comer un bocata con un poco de queso y salchichón de pistachos que había comprado la tarde anterior en Les Échelles. Ya se estaba levantando casi todas las nubes y el día empezaba a clarear. La verdad es que prefería que estuviese nublado, es verdad que las fotos salen peor, pero se sube mucho mejor una cuesta en sobra que con el solato en el cogote.

Desde el museo hasta la salida de la garganta no había mucha cuesta. Llegué a Saint Pierre en Chartreuse para el café de las dos de la tarde. Casualidades de la vida que allí perdida en las montañas de la Chartreuse se encontraba trabajando, en el mismo bar que me paré, una alicantina. Una alicantina llamada Victoria creo recordar que hablaba por los codos. Los diez minutos de descanso que tuvo coincidieron con mi llegada así que más feliz que una perdiz estuvo hablando ella sola sin que yo apenas interviniese en la conversación con poco más que monosílabos. Me estuvo describiendo Alicante y las playas de alrededor, los Pirineos y el Parque de Ordesa y otras cuantas cosas más que fue hilando una tras otra sin parar.

Abochornado por la cantidad de información recibida en apenas diez minutos salí del pueblo para enfrentarme al primer puerto de montaña de todo el viaje, el Col de Porte. La altitud del puerto es de 1326 metros y partía desde una altitud base de 800 metros aproximadamente. Los ocho kilómetros tenían picos de 8% de pendiente durante varios kilómetros. Hacía un calor infernal a las tres de la tarde y ya no tenía la sombra protectora de las nubes ni de los árboles. Aguanté dos kilómetros antes de repensarme la estrategia echando una cabezadita en un prado y dejando que pasase algo la solana.

Cuando volví a montarme en la bici seguía haciendo calor pero al menos ya había reposado la comida lo suficiente para que no me pesase. Evidentemente después de la siesta las piernas se me habían quedado frías y lo que tenía delante eran aun seis kilómetros más de puerto, los más difíciles sin duda. Me costó dios y ayuda ponerme otra vez a pedalear a un ritmo constante. Subiendo esa cuesta me venía a la mente el recuerdo de mi hermano culebreando con la bici de un lado al otro subiendo el Puerto de la Cruz Verde en Madrid. En ese punto me di cuenta de que estaba en baja forma y de que no había entrenado lo suficiente los meses anteriores. A cada kilómetro me fui parando para beber agua, calculando cuanto podía beber para no quedarme sin agua antes de llegar a la cima. Daba por asegurado que en la cima habría algún restaurante o bar para rellenar el agua. Mientras subía el puerto a la izquierda tuve en todo momento a la vista el pico Chamechaude, el más alto de toda la Chartreuse.




Llegué al Col de Porte para el café de las cinco, café que tomé en la terraza del Hotel Cartusia con las espectaculares vistas del Chamechaude. En un principio pensé que el Hotel Cartusia era un albergue para alpinistas, como suelen ser en los puertos de montañas, y pregunté para hacer noche en él. Pero se me hizo un nudo en la garganta cuando me dijeron el precio. Una semana de campings hubiera sido más barato que alojarme una noche allí así que decidí bajar hacia Grenoble y hacer noche en el albergue juvenil regentado por un rastafari súper molón llamado Julien.



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