domingo, 8 de octubre de 2017

Crónica de un viaje alrededor de los Alpes, parte 6



En el Camping des Grands Cols conocí a un brasileño que también estaba haciendo cicloturismo. Trabajaba para una revista brasileña de ciclismo escribiendo reseñas de puertos de montañas y carreteras pintorescas. Él había comenzado su viaje un mes atrás en Amsterdam y había cruzado Francia hasta llegar a los Alpes. Estuvimos hablando un buen rato y debido a su insistencia decidí pernoctar dos noches en el camping con la idea de hacer juntos una ruta circular más o menos corta subiendo las Lacets de Montvernier, una serie de curvas en zig-zag que salen desde el pueblo de Montvernier y que suben unos 300 metros; algo nada exigente teniendo en cuenta el palizón de la Croix de Fer.




Al día siguiente por la mañana quedamos a una hora razonable, sin madrugar mucho ya que los dos queríamos descansar bien. Yo dejé todas mis cosas en el camping, dentro de la tienda de campaña, tan solo cogí los botellines de agua, los guantes y el casco. Que liviana se sentía la bicicleta sin las alforjas, incluso en cuesta arriba me daba la sensación de no hacer esfuerzo alguno. Mi compañero brasileño al contrario no iba tan cómodo. Llevaba una mochila grande a la espalda pese a llevar también un portaequipajes. La llevaba a la espalda por miedo a los baches ya que en ella tenía la cámara de fotos profesional con la que hacía los reportajes.

Antes de salir llegamos a un acuerdo de no ir rápido ninguno de los dos. La ruta eran apenas 30 kilómetros y no teníamos prisa. Tan solo había que llegar sobre la una del mediodía para comer y ver el Tour. Nos paramos unas cuantas veces antes de comenzar la ascensión para que él hiciese las fotos reglamentarias. La subida me recordó a las curvas del Alpe d’Huez, curvas muy cerradas, una tras otra, cortas y con vistas al valle. No subíamos por una garganta, no era una subida lógica remontando un rio, era tan solo una pared de piedra y una carretera en zigzag. A mitad de la subida me distancié de mi compañero y le dije que le esperaría arriba, unos tres kilómetros más adelante. Pero a los pocos cientos de metro tuve tanta suerte que Murphy vino a verme. Dándose cuenta de que no llevaba los parches a mano ni la cámara de aire, ni siquiera la bomba de inflar, decidió alegremente pincharme la rueda, otra vez. Recuerdo que no me enfadé. ¿Para qué? Ya no me enfado con estas cosas. No gano nada y me acaba frustrando aún más. Así que dando la vuelta fui a buscar al brasileño que se había parado a hacer unas fotos, y claro él tampoco tenía el material para dejármelo, si lo hubiera tenido la Ley de Murphy no se hubiera aplicado.



Pinché justo a mitad de camino. Cargando los primeros cien metros la bici al hombro me di la vuelta y comencé a caminar. Cuando me di cuenta de que estaba a unos trece kilómetros del camping pensé que mejor que se me jodiese la llanta a que me lesionase la rodilla o el hombro por cargar la bici. Por lo que la llevé rodando y estuve dos horas caminando bajo el sol. Sin importar cuan altas fuesen las montañas del valle, el sol me daba en el cogote como un pescozón enorme y constante.

Llegué al camping reventado de andar y muerto de calor y sed. Peor que un día montado en la bici pensé. Comí y me eché una siesta fuera de la tienda. Al despertarme mi colega brasileño estaba terminando de ver el Tour junto a otros muchos aficionados del camping. Me propuso que al día siguiente subiésemos el Col du Télégraphe, que hiciésemos noche en el pueblo de Valloire y que después subiésemos el Col du Galibier, coincidiendo con el fin de etapa del Tour. La verdad es que fue una idea muy tentadora pero me tiraba para atrás el hecho de subir dos puertos tan fuertes en días seguidos y de llevar un ritmo que no es el mío. Decidí rechazar la proposición y partir por mi cuenta en dirección a Italia cruzando el Col du Mont Cenis.

Desde Saint Jean de Maurienne tomé, por tanto, la carretera principal que remontaba hacia Italia. A unos treinta kilómetros del pueblo el famosísimo túnel del Fréjus une Francia e Italia por los pueblos Modane y Bardonecchia lo cual quiere decir que esos treinta kilómetros, aunque yo iba por la carretera paralela a la autovía, tenían bastante más tráfico de lo que estaba acostumbrado hasta ese momento en el viaje. Además hay que añadir que en algunos puntos la autovía estaba cortada por obras por lo que el tráfico lo recibía la otra carretera.



Sin muchos sustos logré alcanzar Modane donde me tome el tercer café del día. Hasta Modane la carretera no había tenido prácticamente pendiente, pero a partir de allí ya se empezaba a notar que el valle se hacía más estrecho y que empezaba a subir la altitud. Poco a poco iba dejando el rio abajo y la carretera coleteaba para salvar los desniveles causados por cascadas. Al final de una de las muchas gargantas que había horadado el río en la roca se encontraba sobre un risco, imponente y señorial, un fuerte, el Fort Victor-Emmanuel. Este fuerte formaba parte de un sistema defensivo de cinco fuertes construidos en el siglo XIX por el reino de Cerdeña para defenderse de las incursiones francesas. Entre el fuerte y yo, la garganta hacía de muro imposible de franquear, no pude más que admirar la fortificación desde la distancia y hacer unas fotos para el recuerdo.




La hora de comer se acercaba y no sabía muy bien donde pernoctaría. Dudando entre buscar un camping antes del puerto de montaña o cruzar y dormir ya en Italia, continué hasta Termignon y al pie de una estación de esquí paré a comer. Uno de los pocos restaurantes abiertos del pueblo ese día y uno de los pocos comensales que tuvieron ese día seguro. Llegué recomendado por una paisana. El restaurante estaba vacío. La terraza daba a la pista de los telesillas. Sin ningún edificio que me estropease la vista comí una hamburguesa enorme acompañado por el chef y dueño del restaurante que me amenizó la comida con una buena conversación sobre las maravillas de la zona. Me dijo que no me preocupase, que en el siguiente pueblo, en Lanslebourg-Mont-Cenis, había campings para quedarme.






Llegué a media tarde y después de montar la tienda en el camping fui a dar una vuelta al pueblo. El camping estaba separado del pueblo por un puente de madera decorado con flores. El río bajo el puente bajaba con mucha fuerza, y mi tienda estaba cerca del rio, aunque lo suficientemente alto como para que pudiera llegar en caso de riada. El rugido del río, pensé, será una buena música de fondo para dormir.





El pueblo tenía una parte antigua de casas de piedra y otra muy turística que estaría llena en temporada de invierno debido a las numerosas pistas de ski que tenía cerca. Me llamó la atención la cantidad de moscas que había. Llegaba a ser un poco agobiante así que después de comer algo rápido volví a la tienda a continuar con mis lecturas.


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