sábado, 4 de mayo de 2013

La humildad


El día 4 de Abril llegué a Escocia, hace justo un mes, lleno de ilusiones por descubrir un país que no conocía y por mejorar todo lo que pudiese mi inglés, “el tan necesitado inglés”, quizás esta fuese la menor de mis motivaciones al venir. Vine con un programa de voluntariado llamado HelpX, en el que gente con granjas, hostales, casas rurales, hoteles, ofrecen alojamiento y manutención a jóvenes voluntarios por unas horas de trabajo, las que los anfitriones consideran apropiado, sin ningún tipo de contribución económica por supuesto, por eso somos voluntarios.

Esto fue lo que escribí el día de mi llegada en las redes sociales y con lo que os podréis hacer una idea del largo trayecto a Baltasound:

“Después de llegar el día 4 a Edimburgo en avión desde Madrid, y dormir en casa de mi colega Jesús. Después de coger un autobús in extremis desde Edimburgo hasta Aberdeen y quedarme dos noches la comunidad de mi amiga Sara; después de, finalmente, tomar un ferri de 14 horas y de llegar a las 7:30 de la mañana a Lerwick; de perder el autobús de la mañana a Baltasound y de desayunar un megabreakfast donde me han mezclado huevos, frijoles con chili, morcilla, bacon, tarta de queso, y dos tostadas fritas con mantequilla. Después de echar un sueñecito en un banco mientras esperaba a que abriese una iglesia, que en verdad era una biblioteca para poder ir al baño y coger el bus de la tarde hacia Baltasound, que ha tardado 3 horas para hacer 70km cruzando dos islas más. Después de todo eso, por fin, ¡por fin! ¡he llegado a Baltasound!, en la isla de Unst, donde me he encontrado a tres suecos con los que he cenado (a las 17:30!!!!!) y que serán mis compañeros durante al menos un mes.


El castillo de Edimburgo


Robert the Bruce primer rey de escocia y William Wallace





¿Titanic?



El megabreackfast






De excursión con los suecos



El castillo de Munnes



El castillo de Munnes






Los ponis de Shetland


El pub mas al Norte de Reino Unido



¡Que vienen los vikingos!


En una destilería de cerveza




Así me distinguían los suecos mi sandwich


Plantando patatas o desenterrando piedras


Huggies: típica comida escocesa, pollo relleno con cosas de ternera como cerebro y algo mas.








Hace unos días, rebuscando entre todos los archivos que tengo en el ordenador, encontré una película, una de las muchas que había descargado y que por una u otra razón aún no había visto. Esta película, la última vez que vi París, tiene un título melancólico y atractivo. Dado que es una película muy antigua pensé en buscar el libro en el que estaba inspirada, basándome en mi teoría de que si una película es buena o muy conocida es porque está inspirada en un libro anterior. F. Scott Fitzgerald era el autor del libro, fue el más destacado de los escritores de la generación perdida, no la española, esa es la nuestra, sino la generación perdida americana. Así fue como Gertrude Stein los bautizó en París. Bueno pues esta película, basada en el libro, o mejor dicho relato, ya que no supera las 20 o 30 páginas, Regreso a Babilonia. En él se refleja desde los ojos de un personaje los buenos momentos que vivió en la capital francesa, años después de la Primera Guerra Mundial.

Buscando en la memoria de mi aun corta pero intensa vida, buscando mi Babilonia, no sabría decir en qué momento he sido más feliz, si algún momento en la residencia de estudiantes en Madrid, o alguna noche en el barrio de Malasaña, o en Toulouse en mi experiencia Erasmus, o en el Jerte con la bici, o quizás alguno de los días de completa y aislada libertad aquí en la Isla de Unst. Pero de lo que puedo dar constancia es que aquí he visto la segunda cosa más bella que he visto nunca, y que el sentimiento de felicidad y de nerviosismo debido al asombro ha sido increíble.

Os estoy intentando relatar lo que sentí uno de los últimos días en la isla, cuando fuimos de excursión hacia los acantilados que se encuentran al Norte de la isla, y que constituyen una reserva natural para la conservación de las aves. En esta reserva natural, llamada Hermaness, los escarpados acantilados son diariamente azotados por el viento frio y las aguas del mar del Norte, con tal fuerza que hay que ir agachado mucho antes de llegar al borde, intentando bajar el punto de gravedad para que el viento no te desplace. Después de mucho andar desde la entrada del parque natural, llegamos a unos acantilados que ofrecen un paseo hacia derecha y hacia izquierda. Tomando el camino de la izquierda, dirigiéndonos hacia el punto Norte de la isla, hacia el faro Muckle Flugga, nos encontramos a medio camino con la maravilla de la que os estoy hablando. Una cascada hacia el cielo. Sin exageraros, la escena fue tan bonita que aún se me ponen los pelos de punta. El viento, acelerado en ese punto por el efecto embudo que hacían los acantilados, evitando que el agua, que corre por el riachuelo adyacente, caiga hacia el fondo del precipicio. En el borde del acantilado el choque entre los dos elementos, el aire y el agua, produce la ruptura de la masa acuosa en infinitas gotas que salen expulsadas hacia el cielo con una fuerza brutal y con tanta rectitud que parece que la gravedad no sigue las leyes de la física en ese punto. Semejante columna espolvoreada de lluvia asciende unos diez o quince metros provocando que al dejarse ver el sol, el arco iris haga presencia en esta escena, digna del museo del Prado.

Quizás haya sido el destino el que quiera que no conserve una foto digna de aquella postal, y como soy hijo de mi padre estoy seguro de que la próxima vez que la cuente, la columna de agua tendrá 20 o 30 metros. Así que tendréis que ir a comprobarla vosotros mismos y grabarla en vuestra memoria.

Llegados a este punto me gustaría resumir de alguna manera mi experiencia en la isla de Unst, y quizás la palabra que pueda describirla sea “empatía”. Aunque esta palabra queda un poco vacía de significado si no se contextualiza. Pues bien, empatía hacia todos aquellos trabajadores manuales que requieren de la fuerza y pericia de sus miembros para realizar sus trabajos y que a menudo suelen ser los mas duros y peor valorados.

Creo haber adquirido una nueva conciencia y un nuevo estado de humildad. Siempre he tenido la sensación de que se me trataba con asombro y admiración por el hecho de estudiar una carrera, y mas aun por estudiar una ingeniería. Bueno, la verdad es que no he sido un alumno modelo en cuestión de notas. No he dedicado todos mis esfuerzos a estudiarla ya que perdí la motivación bastante pronto y descubrí que hay otras muchas cosas en la vida que llenan mucho más satisfactoriamente el alma que el “orgullo” que se ha de sentir al estudiar una ingeniería. A lo largo de la carrera no solo he conocido a gente que admiraba estas carreras, sino que también he conocido a personas que se han sentido superiores, y eso realmente me ha repugnado siempre.

En esta experiencia en los confines del Reino Unido, el trabajo ha sido breve y duro a la vez. Desde lijar durante horas puertas y ventanas, hasta quitar todas las piedras de un terreno que dejó hace siglos de ser fértil y que se intenta recuperar ahora, pasando por recoger litros de aceite usado acumulados durante años sobre raíles en las campanas extractoras de la cocina del restaurante. Realizar estos trabajos que de otra manera no haría, creo que me ha dado una conciencia más humilde, una capacidad de empatizar más con el ser humano, y he de confesar que al finalizar cada uno de estos trabajos por muy cansado que estuviese no me sentía aliviado por haber terminado, sino que me sentía realmente realizado.

El día del adiós fue un día realmente duro, quizás en parte a la gran resaca que teníamos mis tres compañeros suecos y yo. La noche antes, nuestro anfitrión Steve, nos invitó a las distintas variedades de cervezas y whiskeys escoceses, además de botellas de oporto y muchas más cosas que no recuerdo. Hacía tiempo que no me sentía tan mal, y es que en ningún momento pensé que nuestro anfitrión no sabía lo que hacía al mezclar todas esas cosas. Solo sé que al final, después de mucho reír durante toda la velada, después de sentirnos camaradas por una última vez. Acabé durmiendo en el suelo y despertándome a las tres de la mañana con un mareo brutal.

Ese mismo día a las seis de la mañana todos en pie, bueno, los tres suecos y yo. Nos montamos en un autobús por una carretera infernal con baches y curvas hasta nuestro destino, Lerwick, dos horas después. Esa tarde, a las cinco de la tarde como dice Federico, embarcamos rumbo a Aberdeen. Y viento en popa y a toda vela, dando saltos de 10 metros entre las olas, logré conciliar apenas unas horas de sueño en las catorce horas de viaje. Ese fue el adiós de los hombres del Norte, los suecos tomaron su camino y yo el mío, cada vez más al sur. Como si algo tirase de mí, como si una especie de gravedad me empujase hacia tierras más cálidas. Ese día llegué a Edimburgo y al día siguiente alcancé New Castle upon Tyne con una breve visita a un amigo de la infancia, el señor Gustavo. Pero no podía detenerme, ya estaba lanzado así que continúe ocho horas más hasta la ciudad universitaria de Oxford y como no quería ser partidario entre las dos grandes escuelas inglesas, al día siguiente fui a Cambridge, donde ya a punto de desvanecer saqué de un recodo de mi ser el último resquicio de fuerza y me monté en un autobús hacia King’s Lynn, ¿mi destino final? Casi. Aún tuve que esperar tres horas en la estación a que mi nuevo anfitrión me fuese a recoger y a medianoche como cenicienta, llegué a la granja.

Y tan ceniciento que fui. Tanto, que al día siguiente, después de 24horas de autobús y 14horas de ferri en 4 días, mi casero nos mantuvo trabajando ¡¡¡¡¡11horas!!!!! en los “Fields of gold” de Inglaterra.

miércoles, 5 de septiembre de 2012

Provincias Vascongadas


Miré, lleno de vértigo, y descubrí una vasta extensión oceánica, cuyas aguas tenían un color tan parecido a la tinta que me recordaron la descripción que hace el geógrafo nubio del Mare Tenebrarum. Ninguna imaginación humana podría concebir panorama más lamentablemente desolado. A derecha e izquierda, y hasta donde podía alcanzar la mirada, se tendían, como murallas del mundo, cadenas de acantilados horriblemente negros y colgantes, cuyo lúgubre aspecto veíase reforzado por la resaca, que rompía contra ellos su blanca y lívida cresta, aullando y rugiendo eternamente. Opuesta al promontorio sobre cuya cima nos hallábamos, y a unas cinco o seis millas dentro del mar, advertíase una pequeña isla de aspecto desértico; quizá sea más adecuado decir que su posición se adivinaba gracias a las salvajes rompientes que la envolvían. Unas dos millas más cerca alzábase otra isla más pequeña, horriblemente escarpada y estéril, rodeada en varias partes por amontonamientos de oscuras rocas.
Descenso al Maelstrom, Edgar Allan Poe


Ivan Konstantinovich

Así describía Edgar Allan Poe (1, 2, 3 y 4) las costas llenas de negros acantilados en Noruega, y no pude menos que recordar aquel inquietante Descenso al Maelstrom, uno de sus cuentos junto al Escarabajo de Oro y el Gato Negro que más me ha gustado.

Una descripción mucho más humilde por mi parte podría ser la siguiente. En estas costas del País Vasco no vi remolinos de agua hundiendo barcos, para escupirlos luego con furia en trozos. No vi eso. Pero sentí que de alguna forma el mar, en esta finisterra Vasca, me llamaba, ya fuese con su ir y venir de las olas o ya por el viento tan fuerte que me desplazaba con la bici cada vez que soplaba Eolo, en aquello que los mapas franceses llaman la Corniche Basque. La Corniche Basque, de unos diez kilómetros, que separa el puerto de San Juan de Luz con el de Hendaya, es de una belleza increíble, no puedo imaginar lugar mejor para dejar volar los pensamientos. En este lugar todas las preocupaciones son arrastradas y destrozadas por las olas, que chocando de una manera brutal contra los acantilados se hacen añicos, y forman una espuma blanquecina y perenne. Los acantilados, los cuales parecen aguantar impasibles todo envite del mar, se yerguen orgullosos por encima de este desierto azul, sin doblar en ningún momento la rodilla ante Poseidón. Son tan soberbios estos acantilados que dan la sensación de estar ganándole terreno al mar con sus afiladas láminas de roca surgiendo del mar, como defendiéndose de su furia.

El efecto de un día nublado, crea en mí la sensación de que al ver la Corniche Basque de alguna manera veo el lugar, donde de pequeño, he imaginado tantas veces que se hallaba encadenado Prometeo expuesto al oleaje y al águila que le comía todas las mañanas el hígado. Y es que Zeus, en verdad, no podría haber elegido un lugar mejor donde encadenar al titán que nos dio la luz. La mitología griega dice que no fue aquí donde fue castigado nuestro inmortal mecenas, sino en el Cáucaso.




Al hablar del Cáucaso recuerdo una exposición de pintura en Madrid, “El romanticismo ruso en época de Pushkin” en el museo del Romanticismo. Estos pintores románticos rusos inspiraron muchas de sus obras en las cumbres y los puertos del Cáucaso, siendo los de Ivan Konstantinovich los que quizás más me gustaron. Recuerdo que hablando de esta exposición con una amiga de Bellas Artes me recomendó buscar algún cuadro de Caspar David Friedrich, le hice caso y quedé maravillado por esa capacidad de transmitir tanta belleza y soledad en un cuadro. Bueno pues fue este pintor, el señor Friedrich, otro de los personajes que me vinieron a la mente recorriendo aquel tramo de la Corniche Basque.

Ivan Konstantinovich

Caspar David Friedrich

Caspar David Friedrich 

 Caspar David Friedrich

Caspar David Friedrich
Os cuento un poco cual fue la ruta en el País Vasco. 

El primer día de Bidart a San Sebastian tubo como momento culmen la Corniche Basque. Esa tarde, después de dejar mis bártulos en el albergue, conocí a un chaval holandés que se llamaba Alex con el cual visité la ciudad y estuvimos chapurreando entre francés e inglés sobre nuestras carreras y nuestros viajes. Alex venía desde Tours en bicicleta e iba hacia Bilbao para luego volver hasta Amsterdam (2.102 km). Esa noche fue un infierno, la gente roncaba de una manera bestial, estando en la cama me entraba la risa cada vez que escuchaba al de al lado casi gritar con un ronquido, me reía no sé si por los ronquidos o solo de pensar que eran las cuatro de la mañana y no había dormido nada. Al final vi que uno de mis compañeros se levantaba y agarraba el colchón y como leyéndole el pensamiento agarré el mío también y nos salimos al pasillo a dormir. Por la mañana, desayunando me despedí de Alex y conocí a Tomas, un austriaco que venía solo desde su país en bici con una tabla de surf, hay gente que hace cosas muy raras, no me preguntéis como traía la tabla de surf pero había hecho 1800 km y la mayoría por montañas. Al final yo era el menos loco del albergue.

Fiestas de Bayona





La playa de Biarritz



La puesta del sol en Bidart

La catedral de San Sebastián

La playa de la Concha en San Sebastián



El segundo día fue también muy bonito, de San Sebastían hasta Deba pasando por Zarautz, Guetaria y Zumaia, destacando el monte Igeldo.





















El tercer día de Deba a Castro-Urdiales, pasando por Bilbao y comiendo en Barakaldo. Llegaba a Bilbao sobre la una de la tarde, cansado de haber hecho ya casi 80 km me dispuse a admirar el Gugenheim sentado en la rivera de enfrente al museo. Estaba allí sentado con el mapa en las manos aun cuando un paisano de unos 60 años, bastante en forma, se me acerca y me pregunta con su acento vasco:

-¿Qué pasa chico? ¿Estás buscando algo?
-No, gracias. Estaba descansando viendo el museo.
-¿De dónde vienes chico?
-De Deba, esta noche me he quedado allí.
-¿Y dónde te quedas esta noche?
-En Portugalete, que hay un albergue.
-No hombre chico, allí no vayas. Vete a la playa de las Arenas que es donde va toda la gente joven.
-Ya, pero es que a lo mejor no hay albergue.
-Mira chico, vas a ir allí (me dice señalando un edificio detrás de mí), que es un albergue y preguntas si hay albergue en la playa de las Arenas. Si hay albergue te vas allí, y si no… bueno que seguro que hay albergue.
-Vale, ahora lo pregunto, muchas gracias.
-Nada hombre. ¿Dónde has empezado chico?
-En Toulouse, en Francia.
-¿Quién te ha vendido esta cesta? Esto de chicas joder.
-Ha sido en Toulouse, que me dijeron que no podía poner un portaequipaje normal y entonces no aguanta mucho peso y tuve que poner la cesta para llevar mas cosas.
-Estos franchutes no tienen ni idea. Chico, tienes el portaequipaje torcido, joder ponlo bien. Venga quita las cosas que te lo pongo bien.
-Vale (desmonto las cosas y lo coloca en su sitio).
-Esto lo tienes que apretar más que si no se mueve mucho. ¿Y los frenos? ¿Los tienes bien? (Los prueba) Joder esto no frena nada (Los ajusta). Bueno ya los tienes bien.
-Muchas gracias.
-De nada chico, ya sabes vete a la playa de las Arenas que en Portugalete no hay nada (me explica como ir a la playa de las Arenas de dos o tres formas distintas y se despide).
Pero cuando está a punto de irse se da la vuelta y :
-Chico joder tienes el casco torcido, ¿que le pasa al casco? Pontelo bien que te vas a dar una hostia y te vas a partir la cabeza.
-Si (me coloco el casco).
-¿Cuántos años tienes chico?
-24.
-Mi hijo también estaba como una cabra a tu edad.
(Sonrío)
-Bueno chico me voy (Mentira). ¿Y el sillín? Joder estos franchutes te lo han puesto todo mal, lo tienes muy bajo. Haber móntate y pon el talón en el pedal (Lo hago). Ah no, eso está bien. Venga chico me voy. Ya sabes pregunta ahí al lado y vete a la playa de las Arenas.

En todo ese tiempo de conversación lo único que me salía era responderle “¡Si, señor!” como si estuviese en el ejército. Me dio más órdenes en 20 minutos que mi jefa en 4 meses. Pero fue muy graciosa la situación. Pregunté en el albergue de al lado y no tenían ni idea así que tuve que improvisar. Así que comencé saliendo de la aglomeración de pueblos que rodean Bilbao pero me entró hambre a la altura de Barakaldo. Buscaba yo un lugar donde comer barato y donde poder dejar la bici a la vista cuando un chaval me dice "Ven chico mete la bici por aquí detrás que y la dejas a la vista mientras se lo digo al jefe", asombrado por la espontaneidad consecutiva de otro vasco le hice caso y entré con la bici, entré hasta el mismo comedor del restaurante. Allí estaba, sentado en la planta baja de un mesón con la bici a un lado y enfrente un revuelto de bacalao con pimientos de primero y con un bistec de ternera con salsa de cabrales, todo ello acompañado del vino peleón de la casa mientras sonaban por los altavoces Triana, con la canción Llegó el día; uno de los grupos musicales de los años mozos de mis padres y que tengo totalmente relacionado a mi padre ya que el cantante me recuerda a sus fotos antiguas. A partir de ese día, el camino lo pasé cantanto esta y otras dos canciones que me gustaban mucho de Triana, Una noche de amor desesperada y Se de un lugar.

Cuando estaba saliendo de Bilbao un viejete de unos 70 años se puso en paralelo con su bici y me empezó a contar un montón de cosas de Bilbao, los mineros y su vida. Se llamaba Tomás y me acompañó 20 km más hasta la cuesta de Saltacaballo donde yo ya no podía más y me tuve que bajar de la bici y subir andando, a esto Tomás que iba tan tranquilo subiendo la cuesta con la bici me dijo que se daba la vuelta si no iba a poder subirla yo montado. Nos despedimos y al poco llegué a Castro-Urdiales, pero esto es ya otra historia que deberá ser contada más adelante.

Espero que viendo estos cuadros y quizás con un poco de música lenta os haya conseguido transmitir lo que sentí por entre aquellas montañas del País Vasco. Para finalizar lo haremos tal y como empezamos, leyendo un poco a Edgar Allan Poe y su Descenso al Maelstrom. 

Llevábamos ya unos diez minutos en lo alto del Helseggen, al cual habíamos ascendido viniendo desde el interior de Lofoden, de modo que no habíamos visto ni una sola vez el mar hasta que se presentó de golpe al arribar a la cima. Mientras el anciano me hablaba, percibí un sonido potente y que crecía por momentos, algo como el mugir de un enorme rebaño de búfalos en una pradera norteamericana; y en el mismo momento reparé en que el estado del océano a nuestros pies, que correspondía a lo que los marinos llaman picado, se estaba transformando rápidamente en una corriente orientada hacía el este. Mientras la seguía mirando, aquella corriente adquirió una velocidad monstruosa. A cada instante su rapidez y su desatada impetuosidad iban en aumento. Cinco minutos después, todo el mar hasta Vurrgh hervía de cólera incontrolable, pero donde esa rabia alcanzaba su ápice era entre Moskoe y la costa. Allí, la vasta superficie del agua se abría y trazaba en mil canales antagónicos, reventaba bruscamente en una convulsión frenética -encrespándose, hirviendo, silbando- y giraba en gigantescos e innumerables vórtices, y todo aquello se atorbellinaba y corría hacia el este con una rapidez que el agua no adquiere en ninguna otra parte, como no sea el caer en un precipicio.

En pocos minutos más, una nueva y radical alteración apareció en escena. La superficie del agua se fue nivelando un tanto y los remolinos desaparecieron uno tras otro, mientras prodigiosas fajas de espuma surgían allí donde antes no había nada. A la larga, y luego de dispersarse a una gran distancia, aquellas fajas se combinaron unas con otras y adquirieron el movimiento giratorio de los desaparecidos remolinos, como si constituyeran el germen de otro más vasto. De pronto, instantáneamente, todo asumió una realidad clara y definida, formando un círculo cuyo diámetro pasaba de una milla. El borde del remolino estaba representado por una ancha faja de resplandeciente espuma; pero ni la menor partícula de ésta resbalaba al interior del espantoso embudo, cuyo tubo, hasta donde la mirada alcanzaba a medirlo, era una pulida, brillante y tenebrosa pared de agua, inclinada en un ángulo de cuarenta y cinco grados con relación al horizonte, y que giraba y giraba vertiginosamente, con un movimiento oscilante y tumultuoso, produciendo un fragor horrible, entre rugido y clamoreo, que ni siquiera la enorme catarata del Niágara lanza al espacio en su tremenda caída.

Descenso al Maelstrón, Edgar Allan Poe