sábado, 17 de enero de 2015

Aquella noche a bordo del Serenade


Aquella noche a bordo del Serenade, Nicolás paseaba por la cubierta de primera imaginando todo lo que América podría ofrecerle, esbozando el significado de esa tierra prometida, una puerta abierta a los sueños cuyo umbral estaba decidido a traspasar.

A cada paso que daba sobre aquel suelo lustrado de madera, su mente le hacía ascender un peldaño más hacia la felicidad en el reino de Morfeo. Parecía imposible que nada fuera capaz de distraer a este romántico de apenas veinte años; digo casi, porque la visión de una joven dama lo despertó de golpe, volviéndole de nuevo a la realidad.

Era ella. La había visto cenando con sus padres la noche anterior y también esa misma mañana mientras paseaba. Ya entonces se había quedado prendado por su belleza.

La joven se acercó con gracia a escasos metros de él. Apoyó su mano izquierda sobre la barandilla mientras balanceaba un pequeño paraguas con su derecha. Un vestido azul celeste ensalzaba su figura. Nicolás lo envidió, queriendo ser él para rodearla; y casi sin darse cuenta, soñador como era, volvió a evadirse lentamente. Fantaseó con ella paseando por las calles de París, abrazados bajo el pequeño paraguas; él le retiraba su pelo húmedo de la frente y la besaba, un beso suave y tierno. Jugó también a adivinar su nombre; quizás Irene, Laura o Amalia… Tal vez Olga. No importaba. La llamaría Beatriz. En el café de la Gare St. Lazare ella reía, le acariciaba la mano y le decía cuánto lo quería mientras él le recitaba un poema de Gustavo Adolfo Bécquer, romántico español a quien tanto admiraba.

                                    … yo me siento arrastrado por tus ojos
                                    pero adónde me arrastran no lo sé.

La coqueta mirada de Beatriz entornó en ese instante los ojos, ruborizándose. Se querían.


De repente, una ligera sacudida del barco lo volvió a sacar de su estupor. Ahí seguía ella, oteando el horizonte. Nicolás pensó en averiguar el origen del temblor; pero antes deseaba tocarla, inhalar su perfume, decirle algo quizás. No, eso no; demasiado valiente para un alma tan huidiza. Se conformaría con lo primero. Caminó hacia ella simulando estar distraído y rozó sutilmente su mano. Todos los pelos de su cuerpo se erizaron de placer; un placer tan simple y primitivo pero a la vez tan confortable. Una noche para recordar, pensó Nicolás.



Febrero 2012
Antonio Espacio

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